un año más de vida
por Vicente Soriano Tlachi
Hay un principio de novela que no puedo poner en alguno de mis textos a futuro porque sería acusado de plagiador y eso supondría mi adiós al mundo de las letras. Ese principio corresponde a Al sur de la frontera, al oeste de sol de Haruki Murakami, y cito: Nací el 4 de enero de 1951. Es decir: la primera semana del primer mes del primer año de la segunda mitad del siglo XX. Algo, si se quiere, digno de ser conmemorado. Ésta fue la razón por la que decidieron llamarme Hajime (<<Principio>>). Pero, aparte de eso, nada de memorable hubo en mi nacimiento. Si este principio lo pudiera versionar hacia mi persona, sería más o menos así: Nací el 4 de enero de 1975. Es decir: cuatro días después de iniciar el año nuevo, por lo tanto, era difícil que alguien me cayera con regalos porque para ese día todos (incluyendo a los abuelos, mis tíos y padrinos), estaban fregados por las fiestas de Navidad, Fin de año y porque el poco dinero habido en sus bolsillos correspondía a los regalos de los Santos Reyes. Por ser el primer varón de un joven matrimonio, me pusieron el nombre de mi progenitor, bajo el pretexto de sentirse representando en el mundo, por si un día dejaba de existir. Pero, aparte de eso, lo único memorable fue que, de acuerdo a la cronología bíblica, la Humanidad había cumplido 6000 años de existencia.
Un año más de vida. Me siento afortunado porque logré brincar el 2020. No me dio Covid, pero sí sentí lo que es respirar con dificultad por culpa de mi gastritis (mi segundo ataque en el año, sin contar que sobreviví a una lumbagia). El lunes 21 de diciembre se me ocurrió ir al Starbucks a tomar un moka frappe mientras le daba matarili a un libro de Alain de Botton, Ansiedad por el estatus. Veinte horas después ya estaba el ardor en la boca del estómago. Me tomé una omeprazol y me fui a conocer el pueblo mágico de Orizaba. Mala decisión. Durante el paseo, me vinieron espasmos y mareos tan terribles, que dejé de ser el impulsivo y atrevido viajero que siempre soy para comportarme como un triste anciano demacrado. Regresé a Puebla de inmediato, rompiendo con el plan de quedarme una noche y disfrutar de la neblina al amanecer. Sin más sería llevado al hospital. Cuando se me pidió respirar con profundidad no pude, el dolor en todo el vientre era espantoso. El médico pensó que era Covid y de inmediato se me hizo una placa. No había un patógeno extraño en mis pulmones, pero se ordenó chequeo constante de mi presión. Y se me inyectó una buena dosis de Ketoroloco y Hioscina, además de un listado de medicamentos que debía consumir durante varias semanas. Lo cierto es que el dolor me hizo comprender una verdad insoslayable: ya no sirvo para cafetear ni para cafecitos, sino para ser cafeteado.
No estoy viejo. Puede que achacoso sí lo esté. Ya no tengo veinte ni treinta años. Cuando tenía quince podía correr en 9 segundos cien metros planos. Ahora esa distancia me la hago en 15 segundos. Ya tengo panza, también papada, aunque esas me las gané a pulso por mi gusto desmedido por la barbacoa y la carne asada, además del confinamiento del covid, que me ha obligado a no ir más al gym o a la pista de atletismo. Y mi pelo, que creía inmune a las canas, ya está perdiendo su pigmento negro.
No estoy viejo, pero como sigo soltero, ya empiezo a ser tachado por mis vecinos, mis primos y gente conocida como solterón; y como me gustan los gatos (pues tengo tres animaluchos, incluso uno de ellos se llama covi), no ha faltado ese bromista que me enjarete de golpe ese dicho para que todo mundo suelte la carcajada: soltero y maduro, puto seguro. Aunque los más optimistas advierten que llegaré a ser un suggar dady, dado que me gustan las mujeres de diez o veinte años más jóvenes que yo, simplemente no tengo la riqueza para regalar autos o joyas, así que el amor que busco es más intelectual y romántico, un amor conformado por libros, té verdes o Green tea cream, gatos y Neflix, así como la visita a un pueblo mágico, y si se da por formar una familia, adelante.
Por supuesto, a quien debo agradecer este año de vida es a Dios, ese ser invisible que casi siempre tengo en el olvido, pero que ha sabido proteger mi alma, mente y cuerpo al infundirme temor para no hacer cosas malas sino las correctas. Gracias a él tengo vida, tengo fe en la resurrección (si es que un buen día estiro la pata). Y es esa vida la que me ha hecho llegar hasta este 2021, un año que empezó con la tercera temporada de Cobra Kai, y que hace esperar con ansias el Snyder Cut y las demás películas de Marvel y DC.
Hoy 4 de enero sumo un año más de vida. Me siento feliz por tener a mi lado a mi querida madre, a mis hermanas y hermano, a mis sobrinas; por supuesto, también están mis tíos, mis primos, amigos y gente bonita con quienes trabajo en el Hospital o cumplo el papel de profesor online. Su presencia seguirá siendo el mejor regalo; todos ellos han brincado el 2020 y estamos a la espera de ser vacunados contra el covid. Por supuesto, el hecho de que ame su presencia física no los exenta de los regalos físicos (así que no se hagan patos). Ojalá me caigan con la playera del Cruz Azul, o del infame América; si planean regalarme libros, si no saben cuál, pues una tarjeta de regalo de Gandhi o de Mercadolibre no estaría nada mal. Lo que sí me pondría de malas y me haría ponerles cara de fuchi, es que me regalarán alguna botella de tequila o de wisky, pues como sea, a pesar de lo dictado por el Gobernador con su Ley seca, trago siempre habrá y siempre habrá un modo de obtenerlo. Para mí esos no son regalos, son como la alternativa al chin-ahora-qué-le-llevo.
Mientras termina el día, no me queda más que agradecer el cariño de quienes me leen y aprecian en Encuadre y otros espacios donde también publico. Mil gracias por todo ese aprecio que me dan. Y si mis achaques me lo permiten, no me queda de otra más que sumar años.
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