Paco Baeza
Acostumbrados a deshacernos de nuestros problemas trepándolos al Rawlins, al Midway o al Ypiranga --¡gracias, nunca vuelvan!--, los mexicanos hemos normalizado el exilio. La costumbre de exiliar literal o figuradamente a los expresidentes de México es un apéndice del axioma fundamental de nuestro sistema político: “No reelección”. Durante seis años y ni un minuto más el presidente es la máxima autoridad política del país. Terminando ese plazo perentorio el expresidente deberá hacerse a un lado pa’no estorbar; el ex deberá, en palabras de Adolfo Ruiz Cortines, “respetar al que es y evidenciarle absoluta disciplina”. Nótese que históricamente esta fórmula contribuyó a asegurarnos estabilidad política, exentándonos de las transiciones violentísimas que caracterizaron a nuestros vecinos latinoamericanos.
No todos los expresidentes han sobrellevado bien el déficit de vitamina P (de Poder, en mayúsculas), sin embargo. Cuando ha sido el caso, con más o menos aspavientos, los presidentes han debido remediar delirium tremens transexenales:
El buen ejemplo lo puso Cárdenas con Calles al treparlo en pijama a un avión para evitar que la imposible cohabitación de ambos trascendiera de las fábricas, de la prensa o del gabinete presidencial a los cuarteles y provocara “un choque armado y un desastre nacional”, como había amenazado el sonorense al percatarse de que su influencia menguaba (El general Calles señalando rumbos, 1935). El muy institucional estadista michoacano repudiaba el intento de continuismo del otro no solo por lo que a él afectaba sino por lo que afectaría a la consolidación del presidencialismo sobre el caudillismo o, para decirlo en clave weberiana, a la primacía de la legitimidad legal del presidente sobre la legitimidad carismática y tradicional de los caudillos.
Esta experiencia traumática vacunó a los presidentes que les sucedieron: siempre que algún expresidente no pareciera dispuesto a emular a Tata Cárdenas y vivir su otoño en augusta discreción se le invitaría amablemente a abandonar el país. Así pues, Alemán recorrió el mundo durante un cuarto de siglo en calidad de presidente del Consejo nacional de Turismo, Echeverría pasó un rato naufragado en Fiji y López Portillo la pasó fatal vacacionando en España; Salinas el último gran desterrado, tuvo que huir del país luego de fracasar en su intento de imponer el salinato mediante su malogrado delfín.
No han sido los verduscos vapores mercuriales que enloquecieron a su antecesor sino la sed malsana de la vitamina p (de papalina, en minúsculas) la que ha llevado a Felipe Calderón a romper una de las reglas no escritas del sistema para abocarse a una empresa reeleccionista nada disimulada vía Margarita Zavala (estigma) de Calderón, quien para tal efecto hace las veces más que de esposa, de prestanombres.
(El abandono de la comodidad de la JFK School of Government, en Massachusetts, Estados Unidos, y la reinstalación de la ex familia presidencial en México, en 2014, y el posterior divorcio con el PAN y la promoción primero, de la candidatura independiente de Margarita y después, del proto partido político Libertad y Responsabilidad democrática A. C., también llamado México Libre, Cuba libre o Nuevo Cartel de Sinaloa, encajan perfectamente en la narrativa del amasiato entre los Calderón Zavala y Peña Nieto frustrado por el gélido pragmatismo del copetón, opino, al margen).
Conociendo nuestra historia política, sorprende el mal cálculo de FeCal: ¿de veras cree el ex presidente espurio que puede desafiar abiertamente al presidente más legítimo desde Cárdenas y salirse con la suya o salir indemne, al menos? ¿De veras, que el otro no lo desechará en cuanto deje de serle política-electoralmente útil?
El final de FeCal será sombrío. Debe serlo. Sobran los motivos.