Paco Baeza
En los primeros días de 2017, una treintena de psicólogos publicó en el New York Times una carta abierta en la cual diagnosticaban a Donald Trump como “emocionalmente inestable”, “psicópata” y “colérico”, concluyendo, en consecuencia, que era “incompetente para servir con seguridad como presidente [de Estados Unidos]”. La opinión irresponsable de los especialistas causó un alboroto inédito en un país donde la salud presidencial solía discutirse en voz baja y abrió el debate sobre la destitución del presidente no hawaiano más votado en la historia del país.
El positivo a COVID-19 de Trump, del cual el candidato presidencial salió tan airoso como Evel Knievel del Caesars Palace, ha dado nuevos bríos al debate sobre su destitución. El galimatías legal para removerlo está descrito en la Sección Cuarta de la Vigesimoquinta Enmienda constitucional (1967), la cual establece que a solicitud del vicepresidente y de la mayoría de los miembros del gabinete presidencial o del vicepresidente y de la mayoría de los integrantes de algún cuerpo autorizado para tal efecto que al día no hoy no está definido, el Congreso, mediante la votación de dos terceras partes del Senado y de la Cámara de Representantes, puede declarar que el presidente “está imposibilitado para ejercer los poderes y las obligaciones de su cargo”.
Esta ruta, como se observa, es prácticamente inviable no solo porque requeriría de la complicidad del vicepresidente y del gabinete, y de la gran mayoría de los legisladores, sino porque, además, para iniciar el proceso de destitución los proponentes deberían tener evidencias de que el presidente está incapacitado para desempeñar sus funciones, cosa harto complicada.
La estrategia solo funcionaría en situaciones en las que no haya dudas de la incapacidad, no en situaciones en las que esta sea debatible. Aplicaría, por ejemplo, cuando Reagan estuviera agonizando en la sala de urgencias de un hospital luego de ser tiroteado por un fan de Judy Foster, pero no cuando el apático Ronald empezará a manifestar los primeros indicios de la enfermedad de Alzheimer.
Muy viva, Crazy Pelosi ha aprovechado la enfermedad de Trump para explorar nuevamente la posibilidad de destituirle mediante una modificación a la Vigesimoquinta Enmienda para definir el cuerpo contemplado en su Sección Cuarta. Específicamente, el proyecto de ley que propone la lideresa de la oposición busca instituir la Comisión sobre la Capacidad presidencial para desempeñar los poderes y deberes del cargo, una Comisión del Congreso integrada por especialistas que examinaría la salud física y mental de los presidentes para determinar si están o no capacitados para desempeñar sus funciones a fin, según, de “ayudar a garantizar su liderazgo eficaz e ininterrumpido”.
Aunque el proyecto parece tener como objetivo a Trump en su hipotético segundo periodo, en realidad, trasciende de él: la sola materialización de un organismo facultado para evaluar el estado de salud de los presidentes implicaría un nuevo equilibro entre los poderes del Estado al arrebatarle el legislativo al ejecutivo el control del proceso de destitución. Dicho organismo serviría como un contrapeso al poder presidencial, el cual, nótese, se ha incrementando considerablemente a golpe de emergencias nacionales desde los (auto)atentados terroristas del 11-S, cosa, por cierto, muy romana.
Trump cachó la jiribilla… a medias: Conspiracy theorist-in-chief sospecha que la iniciativa sería un apéndice del supuesto fraude electoral en su contra para eventualmente, llevar a la presidencia a Phony Kamala en lugar del carcamal SleepyCreepy Joe (¿Será?)
No es, pues, la posibilidad de que Trump esté loco sino de que él o sus sucesores se conviertan en tiranos lo que obsesiona a Crazy Pelosi, al establishment estadounidense: sic semper insanis!