Redacción
En esta época del año cuando -de acuerdo a lo que nos enseñaron en primaria; que debido a la cercanía de la tierra con el sol- aumenta irremediablemente la temperatura del planeta es cuando normalmente las personas reflexionamos sobre el problema del calentamiento global.
Especialmente en los momentos cuando nos encontramos atorados en el tráfico de la ciudad, con semáforos descoordinados que empeoran el caos vial, con filas larguísimas de automovilistas que al igual que nosotros tratan de desplazarse a la oficina o al hogar.
Es en esos momentos – por lo menos a mí me pasa así- cuando sentimos que el sol es cada vez más abrasivo, más punzante, más sofocante.
Entonces, parecemos recordar que hace algunos años (pareciera que fue ayer, pero en realidad ya pasaron más de 20 años) en Puebla no teníamos una sensación de calor tan intenso como el actual, pero lo peor es que sabemos que esta situación se agravará cada vez más.
Estas preocupaciones genuinas fueron las que dieron origen en 1997 al Protocolo de Kyoto cuya misión fundamental fue la de comprometer a los países más desarrollados redujeran la producción de emisiones de gases invernadero.
Bajo este enfoque cada uno de estos países “modelo de primer orden” debían darse a la tarea de diseñar políticas económicas y ambientales de vanguardia para que poco a poco el uso de los combustibles fósiles (petróleo, gas, carbón) fuera disminuyendo y se diera una transición hacia la producción de energías limpias no contaminantes.
Claro que la realidad es, en muchas ocasiones, más compleja que la teoría, o en este caso que el discurso político de buenas intenciones.
En lo hechos el calentamiento global sigue avanzando y no se ve ni a corto ni a mediano plazo cómo poder contener el tema de las emisiones de gases invernadero ya que la mayor parte de las industrias de los países desarrollados como Estados Unidos, China, Alemania, Inglaterra, India, etc, son altamente dependientes del uso de combustibles fósiles.
Así, mientras las Naciones Unidas aluden al lema de “Juntos por el Planeta” para recalcar que es responsabilidad de todos los actores implementar medidas ambientales urgentes para detener el calentamiento global, los intereses económicos se anteponen por encima de las buenas intenciones.
Respecto al discurso político hemos podido observar dos formas completamente diferentes de conducirse al respecto, una con tintes de hipocresía al tergiversar la verdad, la otra con la soberbia de la sinceridad al tiempo que evade su responsabilidad.
Ambas son señales inequívocas de que no se llegará a nada en los próximos años.
Si de hipocresía hablamos bien podríamos poner de ejemplo al Reino Unido que ocupa actualmente la presidencia de la cumbre climática COP 26 en Glasgow y que, por tanto, debería de ser el primero en poner el ejemplo de “buena voluntad” al resto de los países, y, sin embargo, es en realidad una de las naciones más interesadas en invertir en empresas del sector petrolero de Arabia Saudita y Noruega.
Ah, pero eso sí, en su alocución en la Conferencia sobre el Cambio Climático uno de los comisionados del país anfitrión se vanaglorió al indicar que: “Las políticas ambientales del Reino Unido son algunas de las más ambiciosas del mundo, lo que refleja nuestro compromiso como la primera gran economía en aprobar nuevas leyes para emisiones cero…” ¿Y la congruencia dónde quedó?
Ahora que si de soberbia y la consecuente evasión de responsabilidades hablamos bien valdría recordar el actuar del expresidente Donald Trump cuyo país es considerado como el segundo más contaminante del mundo y quien de la noche a la mañana decidió romper con el Acuerdo de París.
La razón para hacerlo estaba justificada e inscrita en su lema de campaña “Make América Great Again” que implicaba no perder un solo puesto de trabajo por culpa de tratados o acuerdos internacionales, aunque éstos buscaran el bien común del planeta. “Por la gente de este país salimos del acuerdo…es hora de poner a Youngstown, Detroit y Pittsburgh por delante de París” manifestó Trump.
A estas alturas ya nadie espera que se pueda alcanzar la meta de reducir las emisiones hasta llegar a cero para el año 2050 o que se pueda mantener el calentamiento global por debajo de los 2 grados centígrados en comparación con los niveles preindustriales, por lo que no tendremos otra que adaptarnos – o aguantarnos- a climas cada vez más calurosos.