Paco Baeza
Domingo, 6 de septiembre. Trasciende en el ocho columnas de Twitter que una tal Fernanda, descrita como “periodista, escritora y feliz”, encontró un retrato de Adolf Hitler al lado de un KdF-Wagen en una galería fotográfica instalada en una agencia de automóviles Volkswagen en Coyoacán, Ciudad de México y desató una tormenta en un vaso de agua que duró toda la noche: molesta, trina que se retire la fotografía y que la empresa se posicione al respecto y tome acciones contra el responsable de la supuesta apología al nazismo.
(“Tal vez alguien pierda su empleo por esto”, pienso, fastidiado. “Además, Hitler es parte de la historia de la Volkswagen, guste o no; reconocer su importancia histórica no implica encomiar al nazismo”).
Sin proponérselo, el desafortunado tuit convirtió a Fernanda en el penúltimo representante de la generación de mazapán a la cual aluden Greg Lukianoff y Jonathan Haidt en su ensayo The coddling of the american mind, publicado en The Atlantic, en 2015. Sus integrantes se caracterizan, de acuerdo con el perfil psicológico elaborado por los autores, por su fragilidad emocional; por indignarse fácilmente, tomarse todo a pecho y quebrarse a la mínima crítica. Estos son, en general, individuos incapaces de juzgar los hechos objetivamente sino a partir de su propia, personalísima experiencia: “Si me ofende, es ofensivo”.
Estamos en los albores, advierten Lukianoff y Haidt, preocupados, de la revolución de lo emocionalmente correcto. El fin de esta es, según ellos, convertir los espacios públicos, los lugares de trabajo, los medios de comunicación, las redes sociales, etc., en espacios seguros donde los adultos estén protegidos de las ideas que puedan resultarles ofensivas. Quienes deliberada o accidentalmente interfieran con tal propósito, por supuesto, deberán ser corregidos. Están creando un mundo sin margen de error “en el cual debemos pensar dos veces todo lo que hacemos si no queremos ser acusados de insensibles”.
Paradójicamente, en su afán por construir ese mundo antidarwiniano que se adapte suevamente a ellos, ese mundillo libre de los Washington Redskins, de Molotov y de los chistes sobre judíos, y de cualquier otra expresión potencialmente ofensiva, los mazapanes se atribuyen el derecho a ser intolerantes. Quizá no lo sepan, pero éste es un dilema viejo, planteado desde muchos años antes de que ellos hicieran su primer berrinche. Según Karl Popper,
“si extendiéramos la tolerancia aún a los intolerantes, destruiríamos a los tolerantes. Debemos, entonces, reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes” (La sociedad abierta y sus enemigos, 1945).
En el extremo opuesto, medio encajonados, nos encontramos los tolerantes, quienes apostamos por abrir de par en par el debate de las ideas; los que creemos que la censura en cualquiera de sus formas es incompatible con las sociedades democráticas. Voltaire nos respalda:
“El derecho a la intolerancia es como el derecho de los tigres o peor, porque los tigres no se destrozan sino para comer y nosotros nos exterminamos por nuestras ideas” (Tratado de la tolerancia, 1763).
Vivimos, pues, en los tiempos de una libertad de expresión entrecomillada, muy jacobina: exprésese libremente... bajo su propio riesgo.
Tirada la piedra, escondió la mano. La frágil Fer cerró su cuenta.
Actualización:
Llevada la indignación de Fernanda a dimensiones insospechadas, luego de viralizarse su tuit y tras respaldarla la embajada de Alemania en México y el Centro Wiesenthal, Volkswagen terminó la relación de negocios con su distribuidora de Coyoacán.
Doscientas personas perdieron su empleo.