Alejandro Mario Fonseca
Con honrosas excepciones, la izquierda contemporánea parece tener
sólo inquietudes políticas o todavía peor, económicas ya que
reducen la política al dinero y al poder. En contrapartida, en mi
primera juventud me tocó vivir un izquierdismo incipiente y humilde,
mis preocupaciones eran tanto políticas como culturales: sí, como
muchos fui un soñador.
Recuerdo que, sin saberlo adopté una postura idealista,
contracultural. Tal vez influenciado un poco por el hipismo y la moda,
también exploré las ideas de las religiones orientales y prehispánicas.
Ahora caigo en una de las razones por las que ahora, me interesan
tanto el budismo como el yoga.
También ahora me doy cuenta de que una de las grandes mentiras
del marxismo fue que la religión es “el opio de los pueblos”. En
realidad, la religión está relacionada con la identidad cultural. Es
más, en occidente nuestra religión, el cristianismo, está en el núcleo
duro de nuestra cultura: está en su origen.
Se trata de una interesante paradoja: en tanto parece que quisiera
liberarse definitivamente de todas las ataduras religiosas y
confesionales mediante una “expulsión” racionalista de lo religioso,
la cultura occidental está revelando actualmente sus raíces
profundamente cristianas.
El núcleo duro del cristianismo: la humildad
Y es que todo el horizonte ideológico de nuestra cultura
contemporánea se halla construido en torno a la víctima y a su
carácter central: víctimas del Holocausto, víctimas del capitalismo,
víctimas de la guerra del narcotráfico, víctimas de las injusticias
sociales, de las guerras y persecuciones, del desastre ecológico, de
las discriminaciones raciales, sexuales y religiosas… ¿Y qué otra
visión, sino el cristianismo, pone en el centro a la víctima inocente?
Pero todavía más a fondo, en el núcleo duro del cristianismo está la
humildad. Las verdaderas víctimas son profundamente humildes. Y la
humildad es una virtud profundamente humilde: quien se vanagloria
de ella demuestra simplemente que le falta.
Hay que amar al prójimo como a uno mimo, y a uno mismo como al
prójimo: en eso consiste la humildad -decía san Agustín-, en eso
consiste la caridad. Por eso la humildad conduce al amor; y no hay
duda de que todo amor verdadero la supone; sin la humildad, el yo
ocupa todo el espacio disponible, y sólo ve al otro como objeto o
como enemigo.
Dios (el nuestro: el de los judíos, cristianos y musulmanes), en el que
unos creen y otros no, es para todos, una terrible lección de
humildad. Los antiguos se definían como mortales: sólo la muerte,
pensaban, los separaba de la divinidad. Ahora sabemos que la misma
inmortalidad no podría hacer de nosotros otra cosa de lo que somos.
Los reyes magos según Saramago
El Maestro Jesús fue un hombre virtuoso y su humildad es lo que
mejor lo definió a lo largo de su corta vida: su pobreza, su sencillez,
su desamparo… valla, seguramente no era dueño ni siquiera de los
harapos que portaba.
Ya para terminar esta breve reflexión sobre la humildad, le comparto
un párrafo de El Evangelio según Jesucristo, del gran premio nobel
José Saramago (Alfaguara 1991), que nos lleva a festejar un día de
reyes más terrenal, más humano, en suma, más humilde:
Bajando la ladera se acercan tres hombres. Son los pastores.
Entran juntos en la cueva. María está recostada y tiene los
ojos cerrados. José, sentado en una piedra, apoya el brazo en
el reborde del comedero y parece guardar al hijo. El primer
pastor avanzó y dijo, Con estas manos mías ordeñé a mis
ovejas y recogí la leche de ellas. María abriendo los ojos
sonrió. Se adelantó el segundo pastor y dijo, a su vez, Con
estas manos mías trabajé la leche e hice el queso. María hizo
un gesto con la cabeza y volvió a sonreír. Entonces se
adelantó el tercer pastor, por un momento pareció que
llenaba la cueva con su gran estatura, y dijo, pero no miraba
ni al padre ni a la madre del niño nacido, Con estas manos
mías amasé este pan que te traigo, con el fuego que sólo
dentro de la tierra hay, lo cocí. Y María supo que era él.